Reflexión en ocasión de la celebración ecuménica por la unidad de los cristianos realizada en la comunidad javeriana de Teología de la Ciudad de México.
En esta pequeña capilla, queridos hermanos/as, somos hoy testigos de un significativo encuentro ecuménico, de oración y fraternidad, entre representantes de denominaciones religiosas diversas. El camino ecuménico que, como ‘signo de nuestros tiempos’, empezó ya desde la primera década del siglo XX, con la Primera Conferencia Misionera Mundial en Edimburgo (1910), se consolidó, luego, en el ‘Consejo Mundial de Iglesias’ (1938) en la ciudad de Utrech y, entre avances y retrocesos, se fortaleció en la época del pontificado de S. Juan XXIII, encuentra, hoy y aquí, una significativa expresión. En efecto, todos los que estamos hoy reunidos creemos en el ‘ecumenismo’, o sea, en el sueño de poder acercarnos siempre más hacia la substancial ‘unidad en la verdad’, aunque sea en la pluralidad de expresiones teológicas y vivencias litúrgicas.
Caminar ecuménicamente, en efecto, significa buscar juntos aquella ‘Verdad’ que nos acerque, cada día más, los unos a los otros, para dar testimonio de caridad y fraternidad. Si, por cierto, los Papas preconciliares de la Iglesia Católica no se manifestaron muy entusiastas del ecumenismo, no fue lo mismo por Juan XXIII. Gracias a su buen corazón, en efecto, permaneció siempre abierto al diálogo entre las religiones, considerándolo, por cierto, como un ‘signo de los tiempos’. Produjo, además, un cambio de rumbo con la creación del ‘Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos’, cuyo primer presidente fue el inolvidable Cardenal Bea: el mismo que presidió el proceso de elaboración del decreto conciliar sobre el Ecumenismo ‘Unitatis Redintegratio’. Pablo VI, desde luego, como auténtico Padre del Concilio, le dio perfecta y dinámica continuidad, orientando el camino ecuménico de la Iglesia hacia la renovación espiritual, la conversión interior y la reconciliación fraterna.
El conocimiento mutuo, la oración unánime y una mejora, en cuanto a la profundidad y exactitud en el lenguaje con que se expresa la doctrina de la fe, fueron resultados claros del trabajo conciliar. Con Pablo VI, por cierto, se renovó y consolidó el nuevo rumbo ecuménico de la Iglesia Católica. En 1995, con la Carta Encíclica “Ut unum sint”, S. Juan Pablo II impulsó, nuevamente, el ecumenismo y lo hizo por el camino de la fraternidad y de la ‘acción social’ en favor de la humanidad entera. Es sumando fuerzas como las Iglesias del Mundo entero, según su pensamiento, podían aportar beneficios reales y cambios significativos. Si, hoy, la doctrina todavía nos separa, los grandes valores sociales de la justicia, del bien común, de la fraternidad, de la ecología y de la paz pueden unirnos.
No ha sido casualidad que el cardenal ghanés Turkson, al abrir la famosa sesión ecuménica de Asís (27 octubre de 2011), haya invitado a los representantes de todas las confesiones religiosas a ‘testimoniar’ la fuerza poderosa de la religión para promover el bien común, construir la paz, reconciliar a los países en conflicto y cuidar la casa común. Sobre estos grandes valores y desafíos sociales todas las religiones concordamos y, de facto, estamos unidos en la misma lucha. El mundo contemporáneo sigue, desafortunadamente, sumergido en la discordia, la injusticia social, la miseria y la violencia. También los católicos, desde nuestras trincheras, y en razón de que compartimos la misma verdad de Cristo con las demás confesiones, sí podemos contribuir para que el mundo se vuelva más humano, justo y pacificado.
La doctrina podrá seguir separándonos, pero, la lucha histórica, cotidiana y perseverante por un mundo mejor y un México armonioso, seguirá uniéndonos, proféticamente, en la misma esperanza y a pesar de las contradicciones de violencia, que los cristianos han vivido, a lo largo de la historia, y por las cuales el Papa Benedicto XVI, justamente, pidió perdón a la humanidad. Dios, en última instancia, no es propiedad de nadie y, para llegar al ‘mar de la salvación eterna’, muchos y variados son los ‘torrentes’. Entre ellos: el de la conciencia humana recta.
Como, por cierto, no existe una cultura superior a otras, tampoco debe darse una religión que se arrogue derechos de superioridad. Todas, de hecho, miran hacia arriba y conducen hacia adelante; nunca abajo, o sea, hacia la materialización de la existencia y la secularización de la religión, como tampoco atrás, o sea, hacia la reiteración de los errores del pasado.
Estamos marchando, unidos en la fraternidad, hacia una purificación compartida y una meta común: dar testimonio, con palabra y vida, del amor de Dios y su proyecto. Los líderes religiosos mundiales, en efecto, en el IV ‘Encuentro de Oración por la Paz’, convocado por el Papa Benedicto XVI en Asís, testimoniaron esta fuerza social de la religión para el bien común planetario y para la liberación de los pueblos, injustamente oprimidos por la pobreza y diezmados por el hambre. Sólo la solidaridad con los pobres, por cierto, permitirá a las Iglesias cristianas considerarse espejo del Evangelio.
Uniendo fuerzas y energías sobre los grandes valores sociales de la humanidad, posiblemente, también los cristianos podremos colaborar, en este nuestro país que es México, en construir la paz, promover la justicia social, alentar que se respeten los derechos humanos y que la educación sea de mejor calidad humana. Además, en un país, donde se pretende descalificar a las religiones en el debate público, bajo el argumento de que es impropio en un estado laico argumentar sobre la base de una ética religiosa, se hace más urgente unirnos para favorecer la inteligencia de nuestra fe y defender los derechos humanos de la libertad de conciencia, religiosa y de expresión. Los ciudadanos que profesamos una religión, por este hecho, no podemos ser rebajados a segundo plano. La exclusión social de la religión, seamos sinceros, afecta la convivencia y lesiona la base axiológica de las culturas que han sido y son, en México, fundamentalmente, de inspiración ‘judeo – cristianas’.
Por cierto, para ser socialmente incisivos, nos hace falta conocernos más. Sólo así nos apreciaremos y respetaremos; únicamente así, compartiremos nuestras riquezas doctrinales y las experiencias de fe en el ‘único Señor’ de la vida y de la historia. En Asís, en efecto, ha sido la oración el ‘nexo’ que ha unido a los representantes de las religiones del mundo y, en esta pequeña capilla, también son la oración y la fe en el mismo Dios, los nexos que nos une y deben permanecer.
Recuerdo con cierta nostalgia el primer ‘concilio ecuménico’ de la juventud en la pequeña aldea francesa de Taizé (1972). Nos reunimos, entonces, miles de jóvenes de todo el mundo para escuchar los inspirados mensajes del ABBÉ ROGER SHUTZ, el profeta mártir del ecumenismo de los años ‘70, y para entender que no podía ser ‘la religión’ piedra de división entre todos los participantes, sino, más bien, razón de unidad y vínculo de fraternidad. Al Señor, desde entonces, agradecimos esa experiencia y el don del Espíritu que nos encaminó hacia la unión y la reconciliación espiritual de los presentes. Lo más dramático de ese encuentro, sin embargo, fue el momento en que, realísticamente, tomábamos conciencia de la separación, cuando íbamos cada quien a continuar la oración, pero, con el grupo religioso de pertenencia.
Pasaron muchos años y se han hecho pequeños pasos hacia la unidad, sin embargo, no la hemos aún alcanzada. El “UT UNUM SINT” del Evangelio de Juan sigue permaneciendo como reto y desafío. Para caminar hacia la unidad de los cristianos es necesario conocernos porque hay pequeñas y grandes verdades en cada una de las doctrinas confesionales. El escucharnos, por cierto, pudiera ayudarnos a encontrarnos e integrarnos también doctrinalmente. A manera de ejemplo, tomemos el tema de la “indisolubilidad del vínculo conyugal” en las tres principales confesiones cristianas: católica, protestante y ortodoxa. Las tres perspectivas, por cierto diversificadas, en lugar de contraponernos, deberían ayudarnos a comprender mejor las situaciones de aquellos que, por alguna razón, no han permanecido fieles al vínculo y se han visto en la obligación moral de contraer otro. Se trata de los divorciados de un primer matrimonio religioso y vueltos, sucesivamente, a casarse.
Los ortodoxos, acerca de este fenómeno, reconocen el concepto de ‘justas causas’ para divorciarse, en actitud de privilegiar el verdadero bien superior de los contrayentes (Cfr. oikonomía). Además, a la luz de las ‘cláusulas de Mateo’ (Mt. 19, 6) y del principio de la ‘misericordia’ divina, admiten una segunda, o tercera boda, pero, con rito diferente del primer matrimonio.
Los protestantes, a su vez, con una visión no sacramental del matrimonio, interpretan el principio de la indisolubilidad en sentido ‘moral-vocacional’ y, por tanto, potencialmente provisional. El fracaso matrimonial, en esta concepción, extingue lo religioso del vínculo y metaboliza, literariamente, la indicación de Mateo, anulando la indisolubilidad en el caso del adulterio.
Sin entrar en el debate doctrinal y sin querer dar la razón a alguien, simplemente, nos impactan las diversidades de interpretación bíblica y, más aun, la praxis pastoral concreta. Desde el punto de vista del matrimonio sacramental católico, no hay razones para abaratar la doctrina del ‘vínculo conyugal indisoluble’, sin embargo, la praxis pastoral más humana y comprensiva de las otras dos confesiones religiosas, debería impulsar hacia actitudes menos radicales y más flexibles. En efecto, los teólogos moralistas católicos están sugiriendo caminos pastorales de acompañamiento e integración para algunos fragmentos de familias, que se están dando entre los mismos practicantes, y sin traicionar la fidelidad doctrinal.
La ‘pastoral de las minorías’, por cierto, nos obliga a ser más abiertos hacia todas y cada una de las personas que piden misericordia y comprensión. Nuestras Iglesias, en fin, deben de madurar una atención tierna y un ‘corazón compasivo’ hacia todas las personas humanas que se nos acercan en situaciones particulares de dolor, angustia y sufrimiento. Debemos atender a todos con esos pequeños gestos que les permitan sentirse acogidos en ‘familia’ y descubrir que Dios los ama siempre, a pesar de los errores y debilidades. Nuestras Iglesias, por fin, deben ser ‘casa’, ‘hogar’ y ‘familia’ para todos y, especialmente, para los que están fatigados y agobiados. Los pobres y desdichados de la tierra, que buscan a Dios y su consuelo, no se fijan en el ‘folclor’ de las liturgias ni en las especulaciones teológicas para encontrarlo, sino en el ‘amor’. Es, en efecto, el amor el mejor testimonio de la autenticidad de la fe y es el amor el valor fundamental que nos conduce por el camino del verdadero ecumenismo. Sin dejar, desde luego, de sumergirnos en Cristo, porque no es posible que las Iglesias pongan, debajo de la olla, la luz que obtienen de su identidad cristiana.
¡Animo, hermanos! Rompamos la inercia que nos impide realizar el sueño de Cristo de que seamos uno. ¿No es acaso más atractivo permanecer en el statu quo, con algunos arreglos menores, con tal de no pagar el precio de la unidad? La tentación es fuerte y, para no ceder, urgimos de conversión: una conversión de todos a la verdad del Evangelio y a Cristo, vida del mundo. La reconciliación de las iglesias en la unidad, es decir, la restauración de la plena comunión entre ellas, será, seguramente, un signo profético, también, de la deseada unidad de este mundo resquebrajado y descompuesto.
La conversión de Saulo en el camino de Damasco, debida a su encuentro luminoso con Cristo, se erija antes nosotros como metáfora de nuestra vida. Sólo así “todos seremos transformados por la victoria de nuestro Señor Jesucristo” y, en la esperanza, seremos por Él salvados, (‘Spe salvi facti sumus’) y entronizados juntos a Él: “al vencedor lo sentaré en mi trono” (Ap. 3, 19b).
En la Iglesia Católica, sin lugar a duda, hay actualmente bastante sensibilidad ecuménica. En efecto, con motivo del año de la fe de 2012, en conmemoración de los 50 años del Concilio Vaticano II y 20 del Catecismo de la Iglesia Católica, el Papa Benedicto, a demostración de su gran apertura espiritual, a través de la Carta Apostólica ‘Porta Fidei’, recomendó iniciativas ecuménicas para “Invocar de Dios y favorecer la restauración de la unidad entre todos los cristianos” y realizó una solemne celebración ecuménica para reafirmar la fe en el ‘único Cristo’ de todos los bautizados. Terminamos la reflexión ‘ecuménica’ con las mismas palabras de la ‘oración eucarística de comunión’ por la unidad de los cristianos: “Señor, al participar del sacramento de tu Hijo, te pedimos que santifiques y renueves a tu Iglesia, a fin de que todos los que nos gloriamos del nombre de cristianos podamos servirte en la unidad de la fe”.
P. Umberto Mauro Marsich sx
Febrero 2020
UT UNUM SINT
Riflessione in occasione della celebrazione ecumenica per l'unità dei cristiani svoltasi nella comunità saveriana della Teologia a Città del Messico.
In questa piccola cappella, cari fratelli e sorelle, siamo oggi testimoni di un significativo incontro ecumenico di preghiera e di fraternità, tra rappresentanti di varie confessioni religiose. Il cammino ecumenico, come 'segno dei tempi', è iniziato già nel primo decennio del XX secolo, con il Primo Convegno Missionario Mondiale a Edimburgo (1910). Si è poi consolidato nel Consiglio Ecumenico delle Chiese (1938) nella città di Utrecht e, tra avanzamenti e battute d'arresto, si rafforzò all'epoca del pontificato di San Giovanni XXIII, trova, oggi e qui, un'espressione significativa. Tutti noi, infatti, crediamo nell' “ecumenismo”, cioè nel sogno di potersi avvicinare sempre più all'“unità nella verità” sostanziale, anche se nella pluralità delle espressioni teologiche e delle esperienze liturgiche.
Camminare ecumenicamente, infatti, significa ricercare insieme quella “Verità” che ci avvicina, ogni giorno, gli uni agli altri, per testimoniare la carità e la fraternità. Se, tra l'altro, i Papi preconciliari della Chiesa cattolica non erano molto entusiasti dell'ecumenismo, non fu lo stesso per Giovanni XXIII. Grazie al suo buon cuore, infatti, è sempre rimasto aperto al dialogo tra le religioni, considerandolo, tra l'altro, un "segno dei tempi". Ha prodotto anche un cambio di rotta con la creazione del Segretariato per la promozione dell'unità dei cristiani, il cui primo presidente è stato l'indimenticabile cardinale Bea: lo stesso che ha presieduto il processo di elaborazione del decreto conciliare sull'ecumenismo 'Unitatis redintegratio '. Paolo VI, naturalmente, come autentico Padre del Concilio, gli ha dato una continuità perfetta e dinamica, orientando il cammino ecumenico della Chiesa verso il rinnovamento spirituale, la conversione interiore e la riconciliazione fraterna.
La conoscenza reciproca, la preghiera unanime e il miglioramento, in termini di profondità e accuratezza nel linguaggio con cui si esprime la dottrina della fede, sono stati chiari risultati dell'opera conciliare. Con Paolo VI, tra l'altro, si è rinnovato e consolidato il nuovo orientamento ecumenico della Chiesa cattolica. Nel 1995, con la Lettera Enciclica "Ut unum sint", san Giovanni Paolo II ha promosso ancora una volta l'ecumenismo e lo ha fatto lungo il cammino della fraternità e dell'"azione sociale" a favore dell'intera umanità. Secondo il suo pensiero, è unendo le forze che le Chiese del mondo intero potrebbero apportare reali benefici e cambiamenti significativi nelle società. Se, oggi, la dottrina ci separa ancora, i grandi valori sociali della giustizia, del bene comune, della fratellanza, dell'ecologia e della pace possono unirci.
Non è un caso che il cardinale ghanese Turkson, aprendo la famosa sessione ecumenica ad Assisi (27 ottobre 2011), abbia invitato i rappresentanti di tutte le confessioni religiose a 'testimoniare' la forza della religione nel promuovere il bene comune, costruire la pace, riconciliare i paesi in conflitto e prendersi cura della casa comune. Su questi grandi valori e sfide sociali, tutte le religioni sono d'accordo e, di fatto, siamo uniti nella stessa lotta. Il mondo contemporaneo continua, purtroppo, sommerso dalla discordia, dall'ingiustizia sociale, dalla miseria e dalla violenza. Anche i cattolici, dalle nostre trincee, e poiché condividiamo la stessa verità di Cristo con altre confessioni, possiamo contribuire a rendere il mondo più umano, giusto e pacifico.
La dottrina può continuare a separarci, ma la lotta storica, quotidiana e perseverante per un mondo migliore e un Messico armonioso continuerà ad unirci, profeticamente, nella stessa speranza e nonostante le contraddizioni della violenza che i cristiani hanno vissuto nel corso della storia, e per la quale papa Benedetto XVI ha giustamente chiesto perdono all'umanità. Dio, in definitiva, non è di nessuno e, per raggiungere il 'mare dell'eterna salvezza', ci sono tanti e vari 'torrenti'. Tra questi: quello della retta coscienza umana.
Dal momento che, tra l'altro, non esiste una cultura superiore alle altre, non dovrebbe nemmeno esistere una religione che rivendica diritti di superiorità. Tutti, infatti, guardano in alto e avanzano; mai in basso, cioè verso la materializzazione dell'esistenza e la secolarizzazione della religione, né indietro, cioè verso la reiterazione degli errori del passato.
Camminiamo, uniti in fraternità, verso una purificazione condivisa e un obiettivo comune: testimoniare, con la parola e con la vita, l'amore di Dio e il suo progetto. I leader religiosi mondiali, infatti, al IV Incontro di preghiera per la pace convocato da Papa Benedetto XVI ad Assisi, hanno testimoniato questa forza sociale della religione per il bene comune del pianeta e per la liberazione dei popoli, ingiustamente oppressi da povertà e decimati dalla fame. Solo la solidarietà con i poveri, naturalmente, consentirà alle Chiese cristiane di considerarsi specchio del Vangelo.
Unendo forze ed energie sui grandi valori sociali dell'umanità, possibilmente, anche noi cristiani possiamo collaborare, in questo nostro Paese che è il Messico, alla costruzione della pace, alla promozione della giustizia sociale, al rispetto dei diritti umani e affinché l'educazione offra una migliore qualità umana. Inoltre, in un Paese in cui si intende squalificare le religioni nel dibattito pubblico, adducendo che è improprio in uno Stato laico argomentare sulla base dell'etica religiosa, diventa più urgente unirsi per favorire l'intelligenza della nostra fede e difendere i diritti umani alla libertà di coscienza, religione ed espressione. Come cittadini che professano una religione, non possiamo essere messi in secondo piano solo per questo fatto. L'esclusione della religione dalla società, siamo onesti, colpisce la convivenza e lede la base assiologica delle culture che sono state e sono, in Messico, fondamentalmente, di ispirazione 'giudeo-cristiana'.
A questo proposito, per essere socialmente incisivi, dobbiamo conoscerci meglio. Solo allora ci apprezzeremo e ci rispetteremo a vicenda. Solo così condivideremo le nostre ricchezze dottrinali e le esperienze di fede nell'“unico Signore” della vita e della storia. Ad Assisi, infatti, la preghiera è stata il 'nesso' che ha unito i rappresentanti delle religioni del mondo e, anche in questa piccola cappella, è la preghiera e la fede in Dio, il legame che ci unisce e loro devono restare.
Ricordo con una certa nostalgia il primo 'concilio ecumenico' dei giovani nel piccolo villaggio francese di Taizé (1972). Migliaia di giovani da tutto il mondo si riunirono per ascoltare i messaggi ispirati dall’ Abbé ROGER SCHUTZ, il profeta martire dell'ecumenismo negli anni '70, e per capire che la 'religione' non può essere una pietra di divisione tra i popoli, ma, piuttosto, motivo di unità e vincolo di fraternità. Da allora, siamo stati grati al Signore per quell'esperienza e per il dono dello Spirito che ci ha condotto verso l'unità e la riconciliazione spirituale dei presenti. La parte più drammatica di quell'incontro, però, fu quando abbiamo realisticamente preso coscienza della separazione: ognuno di noi andò a continuare la preghiera, ma con il gruppo religioso a cui apparteneva.
Sono passati molti anni e sono stati fatti piccoli passi verso l'unità, ma non l'abbiamo ancora raggiunta. L' “UT UNUM SINT” del Vangelo di Giovanni continua a rimanere una sfida. Per camminare verso l'unità dei cristiani è necessario conoscersi perché in ciascuna delle dottrine confessionali ci sono piccole e grandi verità. Ascoltarci, tra l'altro, potrebbe aiutarci a incontrarci e integrarci dottrinalmente. Prendiamo ad esempio la questione dell'"indissolubilità del vincolo coniugale" nelle tre principali confessioni cristiane: cattolica, protestante e ortodossa. Le tre prospettive, certamente diversificate, invece di contrapporre, dovrebbero aiutarci a comprendere meglio le situazioni di chi, per qualche ragione, non è rimasto fedele al vincolo ed è stato costretto a contrarne un altro. Questi sono quelli divorziati da un primo matrimonio religioso e successivamente risposati.
Gli ortodossi, riguardo al matrimonio, riconoscono il concetto di "giuste cause", in un atteggiamento di privilegio del vero bene superiore delle parti contraenti (cfr oikonomia). Inoltre, alla luce delle 'clausole di Matteo' (Mt. 19, 6) e del principio della 'misericordia' divina, ammettono un secondo o un terzo matrimonio, ma con rito diverso dal primo matrimonio. I protestanti, a loro volta, con una visione non sacramentale del matrimonio, interpretano il principio di indissolubilità in senso 'morale-vocazionale' e, quindi, potenzialmente provvisorio. Il fallimento coniugale, in questa concezione, estingue l'aspetto religioso del vincolo e metabolizza, letteralmente, l'indicazione di Matteo, annullando l'indissolubilità in caso di adulterio.
Senza entrare nel dibattito dottrinale e senza voler essere d'accordo con qualcuno, siamo semplicemente colpiti dalla diversità dell'interpretazione biblica e, ancor più, dalla concreta prassi pastorale. Dal punto di vista del matrimonio sacramentale cattolico, non c'è motivo di sminuire la dottrina del "vincolo coniugale indissolubile", tuttavia, la prassi pastorale più umana e completa delle altre due confessioni religiose dovrebbe spingere verso atteggiamenti meno radicali e più flessibili. I teologi moralisti cattolici, infatti, suggeriscono percorsi pastorali di accompagnamento e integrazione per alcuni frammenti di famiglie, che si stanno realizzando tra gli stessi praticanti, e senza tradire la fedeltà dottrinale.
Il ministero pastorale verso ‘le minoranze', tra l'altro, ci obbliga ad essere più aperti verso ogni persona che chiede misericordia e comprensione. Le nostre Chiese, insomma, devono maturare una tenera attenzione e un "cuore compassionevole" verso tutte le persone che si avvicinano a noi in particolari situazioni di dolore, angoscia e sofferenza. Dobbiamo occuparci di tutti con quei piccoli gesti che permettano loro di sentirsi accolti in “famiglia” e scoprire che Dio li ama sempre, nonostante gli errori e le debolezze. Le nostre Chiese, infine, devono essere 'casa', 'casa' e 'famiglia' per tutti e, soprattutto, per coloro che sono stanchi e sopraffatti. I poveri e gli sventurati della terra, che cercano Dio e la sua consolazione, non guardano al 'folklore' delle liturgie o alle speculazioni teologiche per trovarlo, ma all' 'amore'. L'amore, infatti, è la migliore testimonianza dell'autenticità della fede e l'amore è il valore fondamentale che ci conduce sulla via del vero ecumenismo. Senza smettere, naturalmente, di immergerci in Cristo, perché non è possibile che le Chiese nascondano ‘sotto il tavolo’ la luce che ottengono dalla loro identità cristiana.
Coraggio, fratelli! Rompiamo l'inerzia che ci impedisce di realizzare il sogno di Cristo di essere uno. Non è più comodo rimanere nello status quo, con alcune piccole correzioni, purché non si paghi il prezzo dell'unità? La tentazione è forte e, per non cedere, ci esortiamo alla conversione: una conversione di tutti alla verità del Vangelo, a Cristo, vita del mondo. La riconciliazione delle Chiese nell'unità, cioè il ripristino della piena comunione tra loro, sarà sicuramente anche un segno profetico dell'auspicata unità di questo mondo così diviso.
La conversione di Saulo sulla via di Damasco, per il suo luminoso incontro con Cristo, si pone davanti a noi come metafora della nostra vita. Solo così «saremo tutti trasformati dalla vittoria di nostro Signore Gesù Cristo» e, nella speranza, saremo da Lui salvati ('Spe salvi facti sumus') e insieme a Lui intronizzati: «Sederò il vincitore sul mio trono» (Ap. 3, 19b).
Nella Chiesa cattolica, senza dubbio, c'è attualmente una maggiore sensibilità ecumenica. Infatti, in occasione dell'anno della fede, 2012, in commemorazione del 50° anniversario del Concilio Vaticano II e del 20° anniversario del Catechismo della Chiesa Cattolica, Papa Benedetto XVI, manifestando la sua grande apertura spirituale, attraverso la Lettera Apostolica 'Porta Fidei', ha raccomandato iniziative ecumeniche per invocare Dio e promuovere il ripristino dell'unità tra tutti i cristiani e ha tenuto una solenne celebrazione ecumenica per riaffermare la fede nell'"unico Cristo" di tutti i battezzati. Concludiamo questa riflessione 'ecumenica' con le stesse parole della 'Preghiera eucaristica di comunione' per l'unità dei cristiani: «Signore, partecipando al sacramento del tuo Figlio, ti chiediamo di santificare e rinnovare la tua Chiesa, affinché tutti noi che ci vantiamo del nome di cristiani, possiamo servirti nell'unità della fede».
P. UMBERTO MAURO MARSICH, SX
Febbraio 2020
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