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Semana de Oracion por la Unidad de los Cristianos

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SEMANA DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

“Promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos del sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II” (UR, 1).

Cada año, en el mes de Enero, la Iglesia Católica dedica una semana de oración para la unidad de los cristianos y el conocimiento recíproco entre sus miembros. La semana, en efecto, consiste en propiciar y realizar proyectos comunes, entre los cristianos de las distintas confesiones religiosas, como signo de aceptación recíproca, tolerancia y fraternidad. En efecto, a todos los miembros de las diversas confesiones religiosas, nos unen el mismo Dios y nos acomunan los mismos valores humanos. Otros objetivos de la ‘semana por la unidad de los cristianos’ son el de fomentar y favorecer el conocimiento mutuo, la unidad y la caridad entre todos, además del diálogo y el acercamiento respetuoso entre todos los hermanos.

A través del diálogo, ecuménico e interreligioso, por tanto, hay que buscar la unidad y promover la caridad: entre las religiones cristianas "para que todos seamos uno" y, con las religiones ‘no cristianas’ "para que el Evangelio llegue hasta los últimos rincones de la tierra", en perfecto acuerdo con las directrices del Concilio Vaticano II. Para un mayor acercamiento entre las religiones históricas (Ortodoxos, Anglicanos, Luteranos, Bautistas, Presbiteranos, etc.), nunca hay que descuidar, desde luego, el estudio mutuo propiciando, oportunamente, proyectos comunes, en el signo de la tolerancia y de la fraternidad. Siempre unidos, desde luego, por el amor al mismo Dios y por la transversalidad de los valores humanos comunes.

Otros instrumentos, al alcance de todos los miembros religiosos, para conocerse mejor y caminar hacia la unidad, son también: las exposiciones documentales, las celebraciones litúrgicas, los retiros compartidos y las convivencias entre los miembros de las distintas denominaciones cristianas sin descuidar, obviamente, el diálogo sobre las cuestiones teológicas, pastorales e históricas, que siguen siendo factores de separación e incomprensión recíproca. En el mismo tiempo, se deberá dar seguimiento a las actividades e iniciativas ecuménicas ya existentes, como las reuniones entre los representantes del Consejo Interreligioso de México (CE-CIM) para la planeación, análisis, programación y evaluación de las actividades interreligiosas, relacionadas con la ecología, la justicia, la paz, los derechos humanos y el diálogo. Reuniones que, concretamente, se llevan a cabo ya en el Instituto Islámico Luz sobre Luz (Sinaloa 213, col. Roma) cada 15 días, los miércoles de 6:00 a 7:30 p.m. Se imparten, además, diversos cursos sobre las distintas espiritualidades (Budista, Judía, Islámica, Cristiana, etc.).

Otra actividad pastoral, ya operante y necesaria, es la visita programada a las Vicarías territoriales y a los decanatos para concientizar y motivar a los presbíteros, religiosos (as) y laicos, sobre la importancia del diálogo y de las actividades ecuménicas cumpliendo, así, las orientaciones del Concilio Vaticano II y el ejemplo infatigable de S.S. el Papa S. Juan Pablo II. Para un mejor conocimiento doctrinal, justamente, hay que estudiar y difundir más: el Decreto sobre el ‘Ecumenismo’, en sí y su práctica, ‘Unitatis Redintegratio’, del mismo Concilio Vaticano II, y sobre el Código de Ética entre Religiones, elaborado por el CIM en noviembre de 1998.

Es y será muy oportuno, también, que se sigan propiciando las celebraciones ecuménicas,  en todos los niveles de las instancias pastorales, especialmente en las parroquias y en los  decanatos de nuestras diócesis. Para esto, se debe proporcionar, a todos los agentes de pastoral, el directorio ilustrativo de todas las iglesias cristianas e históricamente presentes entre nosotros (Iglesias Anglicana, Luterana, Presbiteriana, Ortodoxa, Bautista, etc.). Sin conocimiento mutuo de los hermanos, o sea, sin ‘formación ecumenista’, la unidad de los cristianos es y será siempre una bonita utopía (Cf. ‘UR’, n. 10).

Cf. CONCILIO VATICANO II, ‘UNITATIS REDINTEGRATIO’, Decreto sobre el Ecumenismo.


UT UNUM SINT

Reflexión en ocasión de la celebración ecuménica por la unidad de los cristianos

En esta pequeña capilla, queridos hermanos/as, somos hoy testigos de un significativo encuentro ecuménico de oración y fraternidad, entre representantes de denominaciones religiosas diversas. El camino ecuménico que, como ‘signo de nuestros tiempos’, empezó ya desde la primera década del siglo XX, con la Primera Conferencia Misionera Mundial en Edimburgo (1910) se consolidó, luego, en el ‘Consejo Mundial de Iglesias’ (1938) en UTRECH y, entre avances y retrocesos, se fortaleció en la época del pontificado de S. Juan XXIII, encuentra, hoy y aquí, una significativa expresión. En efecto, todos los que estamos hoy reunidos creemos en el ‘ecumenismo’, o sea, en el sueño de poder acercarnos siempre más hacia la substancial ‘unidad en la verdad’, aunque sea en la pluralidad de expresiones y vivencias.

Caminar ecuménicamente, en efecto, significa buscar juntos aquella ‘Verdad’ que nos acerque, cada día más, los unos a los otros, para dar, así, testimonio de caridad y fraternidad. Si, por cierto, los Papas preconciliares de la Iglesia Católica no se manifestaron muy entusiastas del ecumenismo, no fue lo mismo por Juan XXIII. Gracias a su buen corazón, en efecto, permaneció siempre abierto al diálogo entre las religiones, considerándolo, por cierto, como un ‘signo de los tiempos’. Produjo, en efecto, un cambio de rumbo con la creación del ‘Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos’, cuyo primer presidente fue el inolvidable Cardenal Bea: el mismo que presidió el proceso de elaboración del decreto conciliar sobre el Ecumenismo ‘UNITATIS REDINTEGRATIO’. Pablo VI, desde luego, como auténtico Padre del Concilio, le dio perfecta y dinámica continuidad, orientando el camino ecuménico de la Iglesia hacia la renovación espiritual, la conversión interior y la reconciliación fraterna.

El conocimiento mutuo, la oración unánime y una mejora, en cuanto a la profundidad y exactitud en el lenguaje con que se expresa la doctrina de la fe, fueron resultados claros del trabajo conciliar. Con Pablo VI, por cierto, se renovó y consolidó un nuevo rumbo ecuménico de la Iglesia Católica.

En 1995, con la Carta Encíclica “UT UNUM SINT” S. Juan Pablo II impulsó, nuevamente, el ecumenismo y lo hizo por el camino de la fraternidad y de la ‘acción social’, en favor de la humanidad entera. Es sumando fuerzas como las Iglesias del Mundo entero, según su pensamiento, podían aportar beneficios reales y cambios significativos. Si, hoy, la doctrina todavía nos separa, los grandes valores sociales de la justicia, bien común, fraternidad, ecología y paz pueden unirnos.

No ha sido casualidad que el cardenal ghanés TURKSON, al abrir la famosa sesión ecuménica de Asís (27 Octubre de 2011), haya invitado a los representantes, de todas las confesiones religiosas, a ‘testimoniar’ la fuerza poderosa de la religión para promover el bien común, construir la paz, reconciliar a los países en conflicto y cuidar la casa común. Sobre estos grandes valores y desafíos sociales todas las religiones concordamos y, de facto, estamos unidos en la lucha. El mundo contemporáneo sigue, desafortunadamente, sumergido en la discordia, la injusticia social, la miseria y la violencia. Nosotros, desde nuestras trincheras, y en razón de que compartimos la misma verdad de Cristo, sí podemos contribuir para que el mundo se vuelva un tantito más humano, justo y pacificado.

La doctrina podrá seguir separándonos, pero, la lucha histórica, cotidiana y perseverante por un mundo mejor y un México armonioso, seguirá uniéndonos, proféticamente, hacia la esperanza. El todo, a pesar de las contradicciones de violencia, que el cristianismo mismo ha vivido a lo largo de su historia, y por las cuales el Papa Benedicto XVI, justamente, pidió perdón a la humanidad.

Dios, en última instancia, no es propiedad de nadie y, para llegar al ‘mar de la salvación eterna’, muchos y variados son los torrentes. Entre ellos: el de la conciencia recta. Como, por cierto, no existe una cultura superior a otras, tampoco una religión, que se arrogue el derecho de superioridad. Todas miran hacia arriba y conducen hacia adelante. Nunca abajo, o sea, hacia la materialidad de la vida y el secularismo; ni atrás, o sea, hacia los errores del pasado.

Estamos marchando, unidos en la fraternidad, hacia una purificación compartida y una meta común: dar testimonio, con palabra y vida, del amor de Dios y su proyecto. Los líderes religiosos mundiales, en efecto, en el IV encuentro de Oración por la Paz, convocado por el Papa Benedicto XVI en Asís, testimoniaron esta fuerza social de la religión para el bien común planetario y para la liberación de los pueblos, injustamente oprimidos por la pobreza y diezmados por hambre. Sólo la solidaridad con los pobres, por cierto, permitirá a las Iglesias considerarse espejo del Evangelio.

Uniendo fuerzas y energías sobre los grandes valores sociales de la humanidad, posiblemente, también nosotros podremos colaborar, en este nuestro país que es México, a construir la paz, promover más justicia social, alentar que se respeten los derechos humanos y que la educación sea de mejor calidad. Además, en un país donde se pretende descalificar a las religiones en el debate público, bajo el argumento de que es impropio en un estado laico argumentar sobre la base de una ética religiosa, es urgente unirnos para defender la inteligencia de nuestra fe y los derechos de todos a la libertad de conciencia, religiosa y de expresión. Los ciudadanos que profesamos una religión, por este hecho, no podemos ser rebajados a segundo plano. La exclusión social de la religión afecta la convivencia y lesiona la base axiológica de las culturas que han sido y son, en México, fundamentalmente, de inspiración judeo cristianas.

Por cierto, para ser socialmente incisivos, nos hace falta conocernos más. Sólo así nos apreciaremos y respetaremos; únicamente así, compartiremos nuestras riquezas doctrinales, litúrgicas y las experiencias de fe en el único Señor de la vida y de la historia. En Asís, ha sido la oración el ‘nexo’ que ha unido a los representantes de las religiones del mundo; en esta pequeña capilla, también, es la oración y la fe en el mismo Dios, el nexo que nos une y debe permanecer.

Recuerdo con cierta nostalgia los encuentros ecuménicos de la juventud en la pequeña aldea francesa de TAIZÉ. Me tocó participar al primer concilio mundial ecuménico de la juventud (1972). Nos reunimos, entonces, miles de jóvenes de todo el mundo para escuchar los inspirados mensajes del ABBÉ ROGER SHUTZ, el profeta mártir del ecumenismo de los años 70, y para descubrir que no podía ser la religión piedra de división entre todos los participantes, sino, más bien, razón de unidad y vínculo de fraternidad.

Al Señor, desde entonces, agradecimos esa experiencia y el don del Espíritu que nos encaminó hacia la unión y la reconciliación espiritual de los presentes. Lo más dramático de ese encuentro, sin embargo, fue el momento en que, realísticamente, tomábamos conciencia de la separación andando, cada quien, a continuar la oración con el grupo religioso de pertenencia. Pasaron 40 años. Se han hecho pasecitos hacia la unidad, sin embargo, no la hemos aún alcanzado. El “UT UNUM SINT” del Evangelio de Juan, sigue siendo reto y desafío. Para caminar hacia la unidad es necesario conocernos. Hay pequeñas o grandes verdades en cada una de nuestras doctrinas confesionales. El escucharnos, por cierto, pudiera ayudarnos a encontrarnos e integrarnos también doctrinalmente.

A manera de ejemplo, tomamos el tema de la “indisolubilidad del vínculo conyugal” en las tres principales confesiones cristianas: católica, protestante y ortodoxa. Las tres perspectivas, por cierto diversificadas, en lugar de contraponernos, deberían ayudarnos a comprender mejor las situaciones de aquellos que, por alguna razón, no han permanecido fieles al vínculo y se han visto en la obligación moral de contraer otro. Se trata de los divorciados de un primer matrimonio religioso y vueltos sucesivamente a casarse.

Los ortodoxos, acerca de este fenómeno, reconocen el concepto de ‘justas causas’ para divorciarse en actitud de OIKONOMIA (bien común y superior). A la luz de las famosas ‘cláusolas mateanas’ (Mt. 19, 6) y del principio de la ‘misericordia’ divina, admiten una segunda o tercera boda con rito, sin embargo, diferente del primero.

Los protestantes, con una visión no sacramental del matrimonio, interpretan el principio de la indisolubilidad en sentido ‘moral-vocacional’ y, por tanto, potencialmente provisional. El fracaso matrimonial, en esta concepción, extingue lo religioso del vínculo y metaboliza, literariamente, la indicación de Mateo anulando la indisolubilidad en el caso del adulterio.

Sin entrar en el debate doctrinal y sin querer dar la razón a alguien, simplemente, nos impactan las diversidades de interpretación bíblica y, más aun, la praxis pastoral concreta. Desde el punto de vista del matrimonio sacramental católico, no hay razones para abaratar la doctrina del vínculo conyugal indisoluble, sin embargo, la praxis pastoral más humana y comprensiva de las otras dos confesiones religiosas, debería impulsarnos hacia actitudes menos radicales y más flexibles. En efecto, los teólogos moralistas católicos estamos sugiriendo caminos pastorales de acompañamiento para todos los fragmentos de familias, que se están dando entre los mismos practicantes, sin traicionar la fidelidad doctrinal.

La ‘pastoral de las minorías’, por cierto, nos obliga a ser más abiertos hacia todas y cada una de las personas que nos piden misericordia y comprensión. Nuestras Iglesias, en fin, deben de madurar una atención tierna y un ‘corazón compasivo’ hacia todas las personas humanas que se nos acercan en situaciones particulares de dolor, angustia y sufrimiento. Debemos atender a todos con esos pequeños gestos que les permitan sentirse acogidos en ‘familia’ y descubrir que Dios los ama, a pesar de sus errores y debilidades. Nuestras Iglesias deben ser ‘casa’, ‘hogar’ y ‘familia’ para todos y, especialmente, para los que están fatigados y agobiados. Los pobres y desdichados de la tierra, que buscan a Dios y su consuelo, no se fijan en el folclor de nuestras liturgias ni en nuestras profundas especulaciones teológicas para encontrarlo, sino en el amor. Es, en efecto, el amor el mejor testimonio de la autenticidad de nuestra fe. Es el amor el valor fundamental que nos conduce por el camino del verdadero ecumenismo. Sin dejar, desde luego, de sumergirnos en Cristo, porque no es posible que las Iglesias pongan debajo de la olla la luz que obtienen de su identidad cristiana.

¡Animo, hermanos! Rompamos la inercia que nos impide realizar el sueño de Cristo de que seamos uno. ¿No es acaso más atractivo permanecer en el ‘statu quo’, con algunos arreglos menores, con tal de no pagar el precio de la unidad? La tentación es fuerte y, para no ceder, urgimos de conversión: una conversión de todos a la verdad del Evangelio y a Cristo vida del mundo. La reconciliación de todas las Iglesias en la unidad, es decir, la restauración de la plena comunión entre ellas, será, seguramente, un signo profético, también, de la deseada unidad de este mundo resquebrajado y descompuesto.

La conversión de Saulo en el camino de Damasco, debida a su encuentro luminoso con Cristo, se erija antes nosotros como metáfora de nuestra vida. Sólo así “todos seremos transformados por la victoria de nuestro Señor Jesucristo” y, en la esperanza, seremos por Él salvados, ‘SPE SALVI FACTI SUMUS’ y entronizados juntos a Él: “al vencedor lo sentaré en mi trono” (Ap. 3, 19b).

En la Iglesia Católica, sin lugar a duda, hay actualmente bastante sensibilidad ecuménica. En efecto, con motivo del año de la fe de 2012, en conmemoración de los 50 años del Concilio Vaticano II y 20 del Catecismo de la Iglesia Católica, el Papa Benedicto, a demostración de su gran apertura espiritual, a través de la Carta Apostólica ‘PORTA FIDEI’, recomendó iniciativas ecuménicas para “Invocar de Dios y favorecer la restauración de la unidad entre todos los cristianos” y anunció una solemne celebración ecuménica para reafirmar la fe en el Cristo de todos los bautizados. Terminamos esta breve reflexión ‘ecuménica’ con las palabras de la oración eucarística de comunión de los días de octavario por la unidad de los cristianos: “Señor, al participar del sacramento de tu Hijo, te pedimos que santifiques y renueves a tu Iglesia, a fin de que todos los que nos gloriamos del nombre de cristianos podamos servirte en la unidad de la fe”. AMEN.

PADRE UMBERTO MAURO MARSICH, SX.


PARA EL CAMINO ECUMÉNICO URGE UN RETORNO AL ESTILO PROFÉTICO DE LA VIDA DE JESÚS

“Les ruego, hermanos, en el nombre de Cristo Jesús, nuestro Señor, que se pongan de acuerdo y superen sus divisiones; lleguen a ser una sola cosa, con un mismo sentir y los mismos criterios” (1Cor 1, 10).

La invitación de Pablo, hoy, es para todos los que nos hemos reunidos y estamos buscando caminos de unidad. En el nombre de Jesucristo, en efecto, no podemos permanecer divididos. Más bien, debemos unirnos en una sola familia y en un mismo sentir. Lo que debe unirnos, según el pensamiento paulino, es ‘LO ESENCIAL’, o sea, EL AMOR: camino de perfección y salvación que Jesús nos ha llamado a proclamar con palabras y hechos.

La Iglesia de Corinto, en tiempos de Pablo, estaba absurdamente dividida entre quienes se declaraban pertenecer a Pablo, otros a Apolo, otros  a Pedro y otros a Cristo. Un mundo de escandalosas rivalidades entre cristianos, que utilizaban, incoherentemente, el nombre de Cristo para dividirse, excomulgarse, odiarse. ¡Qué escándalo! Escándalo todavía actual. En el nombre de Cristo, en efecto, estamos aún divididos. Urge, por tanto, cambiar rumbo; necesitamos vernos con más benevolencia y caminar hacia la unidad en Él realizando la utopía de Juan: “Que todos seamos uno”. Unidad que podemos realizar, por el momento, convergiendo hacia lo que nos une. Es decir, hacia la realización de los grandes valores evangélicos y hacia el alcance de metas comunes: salvar la creación, construir la paz, eliminar las injusticias, amar a los pobres y excluidos, etc.

¿Cómo logar las metas comunes? A través de un retorno urgente al estilo de vida profética de Jesús. Rescatando, personal y comunitariamente, un tantito del profetismo de Jesús. El retorno al estilo de vida profética de Jesús bien pudiera ser ‘nuestro nuevo camino de unidad’: el camino del ecumenismo actual.

Todos vivimos atrapados en una crisis global provocada por un sistema económico-financiero, que ha impuesto su dictadura, condicionando el futuro de la humanidad e hipotecando sus recursos.

Hay dos tercera parte de la humanidad, tristemente, que se debate en la miseria y en el hambre. La avidez y el egoísmo de unos pocos, de facto, han hundido, en una vorágine siempre más profunda de miseria, hambre, enfermedades, guerras absurdas y muerte, a la gran mayoría de los pueblos pobres del planeta. La crisis, hoy, es de la humanidad y el sistema económico global dominante es objetivamente inhumano, cínico e inmoral. Se trata de una economía que excluye a los débiles y mata a los pobres. Exactamente cómo lo denuncia el Papa Francisco: “Así como el mandamiento de ‘no matar’ pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy, tenemos que decir no a una economía de la exclusión y la inequidad porque es una economía que mata” (Evangelii Gaudium, 53).    

Las promesas políticas del sistema son engañosas. Simulan suavizar el drama, sin embargo, la crisis sigue ‘desangrando’ a los más vulnerables de la humanidad. La fractura entre ricos y pobres es siempre más evidente y el precipicio, de la desesperanza y de la muerte, más profundo. Además, los cristianos, las religiones en general y la Iglesia católica andan ‘estáticos’ con sus tradiciones milenarias, ceremonias decorativas, divisiones y devociones piadosas sin implicaciones sociales. A la tentación del ‘inmovilismo’ religioso, el Papa Francisco contrapone la visión de unas Iglesias de ‘puertas abiertas’, expuestas tal vez a equivocarse, pero, siempre atentas al sufrimiento y hambre de  nuestros pueblos. En efecto, así la sacude: “Más que el temor a equivocarnos –refiriéndose a la comunidad evangelizadora- espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención; en las normas, que nos vuelven jueces implacables y en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y un Jesús que nos repite sin cansarse: « ¡Denles ustedes de comer! » (Mc 6,37).

Cuando Jesús se encarnó en la tierra de Palestina encontró a un país también en crisis y en descomposición por culpa del sistema económico dominante del momento: del imperio y de la religión judaica corrupta. Él, sin embargo, nunca perteneció ni al sistema romano, con toda su eufemística ‘paz romana’, ni al sistema religioso del templo. A los suyos, concretamente, les pidió de estar en el mundo sin pertenecer a él, ni a su sistema de injusticia, opresión e inequidad. A través del testimonio, más bien, los incitaba a no someterse a la religión del templo.

A este punto, se nos hace espontáneo constatar la gran similitud que hay entre el tiempo de crisis de Jesús y el actual. Como Jesús, quien no se identificó con los sacerdotes y maestros de la ley de su tiempo ni con las estructuras dominantes, los ‘cristianos’ disentimos, hoy, de los poderosos del mundo, inclinándonos decididamente hacia el profetismo del Maestro. Nos urge, en efecto, una novedad profética: la de Jesús de Nazaret quien supo, con audacia y coherencia, romper con los esquemas de la injusticia e inhumanidad de la política del momento, del imperio y de la religión falseada. De hecho “Jesús aporta un horizonte nuevo”. Es el de Dios que se ha encarnado en Él, en un Jesús que irrumpe en la historia como un huracán, y que cuestiona los sistemas políticos y religiosos con su propuesta de ‘vida nueva’ y una gran bella noticia: construir, en el hoy y aquí de la historia, el Reino de Dios. El Reino, por cierto, no es una religión, sino una nueva manera de vivir y hacer la historia y que todos los cristianos podemos compartir. Exactamente, como la reclamaban los profetas a los poderosos reyes de Israel quienes, con sus actuaciones injustas, violaban impunemente la Alianza de amor, sellada con Yavé. A este proyecto nos invita el Señor y, juntos con los demás cristianos y las demás religiones, podemos realizarlo.

Construir el Reino, sobre las indicaciones de las Bienaventuranzas de Jesús, sigue constituyendo la ‘propuesta social’, más audaz y utópica, de una historia sin injusticias, desigualdades, abusos, corrupción y dolor. Hoy en día, asistimos al mayor abandono de las Iglesias y religiones, que se ha dado en la historia. La gente se va de nosotros porque hemos perdido poder de convocación y de atracción. Las Iglesias, así divididas, no son ya creíbles. La verdadera vía, por tanto, para no quedar en el abandono, es la de unirnos en el mismo proyecto y recuperar, así, la fuerza de atracción de Jesucristo, de su presencia profética, genuina y audaz. Si queremos ser eficaces constructores del Reino de Dios, en fin, la solución es la de volver al Jesús que, proféticamente, nos grita tres mensajes:

  1. Que no se puede servir, simultáneamente, a Dios y al dinero;
  2. Que hay que sanar con compasión las heridas de los caídos del camino;
  3. Que, finalmente, los socialmente ‘últimos’ serán los primeros a entrar en su Reino.

Volver al Evangelio, en fin, significa inspirarnos al estilo de vida, sobrio y austero, de Jesús y convertirnos a su proyecto de amor, opuesto a la actual ‘globalización de la indiferencia’ y contrario a la reiterada idolatría del becerro de oro del dinero: “La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada –reconoce el Papa Francisco- en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (Evangelii Gaudium, 55). Sólo Cristo, en fin, es el antídoto poderoso contra la avaricia de los hombres y el egoísmo de los países. Sólo Cristo es la esperanza para los excluidos de la tierra y es la razón para soñarnos unidos y, finalmente, con su estilo de vida profética, construir un mundo mejor, un mundo de paz, de armonía, de justicia y de amor. Un mundo feliz.

Lo que nos une a todos, en esta ocasión, es la oración. Excelente señal de que estamos caminando por el mismo rumbo y de que nos reconocemos hermanos por el Bautismo que compartimos y la fe que profesamos en Cristo muerto y resucitado por nuestra salvación. Lo que, en fin, nos deseamos es un retorno urgente al estilo de vida profética de Jesús porque sólo entonces nos descubriremos verdaderamente ‘uno en Él’. La división, en efecto, que experimentamos, es abiertamente contraria a la voluntad de Cristo; es un escándalo para el mundo y daña la santísima causa de la predicación del Evangelio a todos los hombres (Unitatis Redintegratio, 1).

Es tiempo de unirnos en el nombre de Jesús y asumir su estilo de vida profética para poder cambiar el mundo tan descompuesto, y alejado de Dios,  en que vivimos.

En 1995, con la Carta Encíclica “UT UNUM SINT”, el hoy beato Papa Juan Pablo II impulsaba el ecumenismo, pero, por el camino de la fraternidad y de la ‘acción social’ en favor de la humanidad. Es sumando fuerzas, en efecto, como las Iglesias del Mundo entero, según su pensamiento, pueden aportar beneficios reales y ser agentes eficaces de cambios. Si, aún, la doctrina nos separa, los grandes valores sociales de la justicia, bien común, fraternidad, conservación de la naturaleza y la paz nos pueden unir.

No fue casualidad que el cardenal ghanés Turkson, al abrir la sesión ecuménica de Asís de 2011, haya invitado a los representantes de todas las confesiones religiosas presentes, a ‘testimoniar’ la fuerza poderosa de la religión para promover el bien común, construir la paz, reconciliar a los que están en conflicto y custodiar la creación. También nosotros, desde nuestras trincheras y en razón de que compartimos la misma verdad de Cristo, sí podemos contribuir para que el mundo se vuelva más humano, justo y pacífico. La doctrina podrá seguir separándonos, pero, la lucha histórica, cotidiana y perseverante por un mundo mejor y un México armonioso, seguirá uniéndonos y proyectándonos, proféticamente, hacia un futuro de esperanza y de unidad.

Dios no es propiedad de nadie y, para llegar al ‘mar de la salvación eterna’, muchos y variados son los torrentes. Entre ellos el de la conciencia recta. Como, por cierto, no existe una cultura superior a otra, tampoco una religión que se arrogue el privilegio de superioridad. Todas miran hacia arriba y conducen hacia adelante. Nunca abajo, o sea, hacia la materialidad de la vida y el secularismo. Estamos marchando, unidos en la fraternidad, hacia una purificación compartida y una meta común: dar testimonio, con palabra y vida, del amor de Dios. Los líderes religiosos mundiales, en efecto, en el encuentro de Oración por la Paz, convocado por el Papa Francisco en Asís, han testimoniado esta fuerza social de la religión para el bien común planetario y para la justicia económica de los pueblos. Sólo la solidaridad con los pobres, por cierto, permitirá a las Iglesias considerarse espejo del Evangelio y caminar hacia la deseada unidad.

PADRE MARSICH

mauromarsich@hotmail.com

Umberto Mauro Marsich sx
22 January 2019
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