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Acerca del “Ministerio de la Misericordia”

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ACERCA DEL “MINISTERIO DE LA MISERICORDIA”

La misericordia de Dios nos llega a través del “sacramento de la reconciliación”, que pertenece al ministerio materno y paterno de la Iglesia (1).

El ministerio de la Iglesia, de acoger a los pecadores y de dispensar la misericordia divina, nace de la certeza que Dios es misericordioso y padre de todo consuelo. El mismo Cristo, rostro del Padre, es quien nos lo ha manifestado públicamente: "una exigencia, de no menor importancia, en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir -escribía S. Juan Pablo II- una vez más, en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es misericordioso y Dios de todo consuelo" (2). El mismo Cristo es, en cierto sentido, la misericordia. El programa salvador de Cristo, que incluye la misericordia, se convierte, por su voluntad expresa, en el programa de la Iglesia: "es menester que la Iglesia de nuestro tiempo -declaraba S. Juan Pablo II- adquiera conciencia más honda y concreta de la necesidad de dar testimonio de la misericordia de Dios en toda su misión, siguiendo las huellas de la tradición de la Antigua y Nueva Alianza, en primer lugar, del mismo Cristo y de sus Apóstoles" (3). La Iglesia, de hecho, proclama y profesa la misericordia divina cuando celebra la Eucaristía y cuando administra el sacramento de la Reconciliación, puesto que “el amor debe ser más fuerte del pecado”. Y el sacramento de la reconciliación lo ejercen sus ministros, personas humanas e igualmente pecadoras.

a) La función del confesor: ‘ser, en el confesionario, otro Cristo.

Si queremos enfocar el papel del confesor no podemos prescindir de Jesús, quien buscó siempre sanar al penitente y perdonar los pecados. El sacerdote, en el confesonario, tiene bien presente que está actuando también ‘en la persona de Jesús’. Tiene, en efecto, el privilegio de proclamar, en nombre de Jesús y de la Iglesia, las maravillas de la misericordia de Dios: «dad gracias al Señor porque es bueno, porque su misericordia dura eternamente» (Sal 117). El confesor, instrumento de Dios, pronuncia palabras que proporcionan paz y renovación al corazón del penitente. Él debe representar a Cristo, el gran pacificador, el príncipe de la paz, el salvador, el redentor que se sacrificó a sí mismo y nos redimió (4).

¿Por qué es importante confesarse?

¿No bastaría, en el fondo, con arrepentirse y pedir perdón a solas con Dios?

Es importante porque fue Jesús quien les dijo a sus apóstoles: “aquellos a quienes perdonarán los pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no se lo perdonarán, no serán perdonados” (Jn 20, 19-23). Somos seres ‘psíquicos’ y, cuando la regamos, sentimos la necesidad humana de decirlo a alguien de confianza…es una manera de suavizar el mal cometido, casi casi, pidiendo perdón y absolución a quien nos escucha (Cf. S. Ignacio en la batalla de Pamplona). Guardar el mal hecho, ‘dentro’ del alma, nos hace daño. Necesitamos tirarlo por la ventana. Además, somos seres ‘sociales’ y el perdón tiene un aspecto social. Pues, también la humanidad, mis hermanos y hermanas, la comunidad y la sociedad son heridos por mi pecado (Cf. Papa Francisco).

Confesarse con un sacerdote es ‘liberador’ porque sabes que, por medio suyo, pones tu vida y tus actos en las manos y en el corazón de otro que, en ese momento, actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Confesarse es estar frente a otro que actúa ‘in persona Christi’ para acogerte y perdonarte. Es tu encuentro con la misericordia. La Iglesia, como Jesús, condena el pecado, pero, no al pecador. La parábola del ‘Padre bueno’ y de la ‘mujer adúltera’ lo enseñan.

El confesionario, por cierto, no es una ‘tintorería’ ni una sala de tortura.

Esta afirmación es para aquellos que creen que el pecado es nada más que ‘una mancha’, que basta ir a la tintorería para que la laven en seco, y vuelven, así, a ser como antes. Y no pasa nada. Es falso. El pecado es mucho más que una mancha; es una ‘herida’ que hay que curar y medicar. Irse a confesar no es como llevar el traje a la tintorería. La confesión pide que se viva un ‘proceso liberador’ del pecado y de la culpa, y ‘motivador’ para cambiar. Cambiar ‘dentro’ en el alma, con alegría y determinación.

¿Por qué somos pecadores?

Somos pecadores, básicamente, por dos razones.

Primera: porque existe el ‘pecado original’, que ha dañado la ‘naturaleza humana’, quedando ésta ‘decaída’, herida para siempre. Gracias al misterio pascual de Jesús, afortunadamente, aquella culpa de nuestros progenitores ha sido redimida y, así, se nos ha abierto ‘la puerta’ de la salvación. Ahora, nos toca a nosotros ‘cruzarla’...

Segunda: porque Dios, en su infinito amor y plenamente libre, nos ha creado a su imagen, es decir, ‘libres’ y no ‘dependientes’, tampoco ‘siervos’. Los humanos, por tanto, podemos también tomar caminos equivocados, arruinando la verdadera naturaleza de la libertad, que es tal, únicamente, si orientada al bien, a nuestro fin último, que es Dios.

b) Las disposiciones del penitente: reconocerse pecador y estar arrepentido (contrición).

Para bien confesarse, desde luego, necesitamos algunas disposiciones importantes: reconocerse pecador, decir con humildad y sinceridad todos los pecados, arrepentirse (contrición) de ellos, tener la voluntad de cambiar (conversión) y cumplir la penitencia o satisfacción.

Reconocerse pecador. La disposición del penitente constituye la principal condición para recibir el perdón, a través de la absolución del ‘sacerdote confesor’. Sabemos que los sacramentos no actúan por ‘automatismo’ ni por magia, sino, por la gracia de Dios y por la buena y consciente ‘disposición’ de quien va a recibirlos. Desde luego, lo mismo vale para la Confesión. El penitente, para reconciliarse, tiene que estar dispuesto a modificar su vida, conforme a la verdad de Dios,  “reconociéndose pecador”. La soberbia y el orgullo jamás le permitirán cambiar conducta y recibir el perdón de Dios, sin embargo, los confesores tendrán paciencia y permitirán que la vida del penitente logre crecer poco a poco (5).

La contrición y la conversión. La segunda disposición necesaria del penitente para recibir el perdón es, obviamente, la ‘contrición’, o ‘arrepentimiento’ sincero, por el mal cometido que, para quien ha vivido en pecado mortal, constituye un auténtico ‘milagro del Espíritu’. La contrición, más que ser expresada en llantos y buenos sentimientos, debe de darse en el deseo de ‘cambiar conducta’ y en la ‘rectificación’ progresiva de la vida. Se trata de la ‘gracia de la conversión’. La contrición perfecta debe provenir de la apreciación de la bondad de Dios, que es ternura y misericordia, y que nos ha mostrado su gran amor en Jesucristo.

La satisfacción o penitencia ‘adecuada’. El propósito de ‘enmienda’ es la rica mies del arrepentimiento del penitente: “si el pecador, por lo contrario, ya sabe de antemano que no tiene ninguna intención de cambiar su conducta pecaminosa, es perfectamente inútil que haga uso de la confesión. El confesor debe de estar bien atento a que no se abuse de este sacramento sobre todo cuando, éste, es exigido para salvar las apariencias con motivo de algún padrinazgo sacramental” (6).

¿Cómo debe ser la penitencia?

a) La penitencia, obviamente, debe tener carácter ‘medicinal’, terapéutico. Por eso, tiene sentido si es ‘saludable’, o sea, encaminada a ayudar al penitente en su camino de conversión.

b) Debe ser ‘conveniente’, es decir, proporcionada a la gravedad y número de los pecados; encaminada a expiar por los pecados cometidos. No imponer “levísimas penitencias por gravísimas culpas” (Cf. Concilio de Trento).

Entre los tipos de obras penitenciales, que pueden imponerse como satisfacción están las obras de misericordia espirituales, las obras de misericordia corporales, alguna obra de caridad y de piedad: oración, ayuno, limosna, etc. para que el penitente se fortalezca en el espíritu.

c) La absolución, que dona el perdón del Padre, es el ‘bálsamo’ del alma herida.

"Tus pecados te son perdonados. La paz del Señor sea contigo": en el sacramento de la penitencia estas palabras son palabras divinas. Al confesor, agente humano, ungido con el Espíritu Santo, Dios todopoderoso ha confiado su propia dignidad de persona, que cumple lo que promete. Para pronunciar con dignidad estas palabras, el confesor debe actuar siempre en favor del penitente. En fin, termino con la exhortación del Papa Francisco: “nunca me cansaré de insistir en que los confesores deben ser un verdadero signo de la misericordia del Padre y que el confesionario no debe convertirse en una sala de tortura (7)”. 

Naturaleza del ‘pecado’.

La vida humana, por la naturaleza decaída, frecuentemente experimenta el pecado. Afortunadamente, el Señor, rico de ‘amor que se hace misericordia’, nos ha ofrecido la posibilidad de ser perdonados: un don de Dios a nuestro alcance, a través de la ‘mediación sacramental’, que la Iglesia administra y que, para el penitente, es también un ‘deber’, un ‘derecho inviolable’ y una ‘necesidad’ del alma. A este punto, tal vez, puede ser necesario discernir el misterio del pecado. En efecto, el pecado “consiste en un ‘acto humano’ cometido, libre y conscientemente, en materia grave, contra Dios”. La Iglesia nos obliga a confesarnos, por lo menos, una vez al año, desde la edad de la discreción (siete años). A Dios, desde luego, se le puede desobedecer, directa o indirectamente, transgrediendo la conciencia recta, donde Él ha inscrito su ley, o algunos de sus mandamientos, incluyendo los preceptos de la Iglesia.

Para evitar de diluir el contenido del pecado en todos los males del mundo como, por ejemplo, en los males naturales, tipo enfermedades y calamidades, necesitamos reconocer, primeramente, su carácter teológico-religioso. El pecado es el ‘mal moral’, siempre personal, real y social, cometido delante de Dios y contra él: "contra ti, contra Ti solo pequé..." (Sal 51, 5); "Padre, he pecado contra el cielo y contra Ti" (Lev. 15, 18). En la conciencia del pecado es entonces esencial, ante todo, la referencia a Dios: el pecado es ‘ofensa’, hecha a Dios, y ruptura de la amistad con él. Al ser perdonado, el penitente rescata su condición de hijo en la comunidad; condición que había perdido, por el pecado, como el hijo menor de la parábola del padre bondadoso. Entre las experiencias morales no olvidemos que se puede dar también la ‘opción fundamental’ (negativa o positiva), o sea, el cambio voluntario de la orientación básica, de fondo, por la cual el cristiano, agotando su capacidad decisional, se aleja de Dios, o regresa a Él, con todas sus implicaciones.

Nota final. No olvidamos que los pecados veniales, o leves, pueden ser perdonados, también, a través del acto penitencial, al iniciar la celebración de la Eucaristía, y que no excluyen de la comunión eucarística. Ojalá, por tanto, que experimentemos el perdón del Padre, con toda su gracia sacramental, y recuperemos la paz espiritual. Exactamente, como se nos anuncia, por el confesor, en el momento de la absolución: “Dios Padre de misericordia, que reconcilió el mundo consigo, por la muerte y resurrección de su Hijo, y envió al Espíritu Santo por el perdón de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

PADRE MARSICH S.X.


 

1 Hacer referencia a la Exhortación Apostólica de S. Juan Pablo II, ‘Dives in misericordia’ (DM).

2 ‘DM’, n. 1.

3 ‘DM’, n. 12.

4 Häring B., Shalom, Herder, Barcelona 1970, p. 41-47.

5 Häring, o. c., p. 56.

6 Häring, ‘Shalom’, o. c., p. 70.

7 Francisco, una conversación con A. Tornielli, ‘El nombre de Dios es misericordia’, Planeta, México 2016.

Mauro Marsich Umberto sx
04 Marzo 2016
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