Skip to main content

“Embajadores de misericordia"

2487/500

“Embajadores de misericordia"

Vai al testo originale in lingua italiana

 

1. El Jubileo de la misericordia, convocado por el Papa Francisco a 50 años del Concilio Vaticano II, recuerda a la Iglesia que ha llegado el tiempo de tornar a lo esencial: hacerse carga del anuncio gozoso del perdón. “La Iglesia – escribía Juan Pablo II en la encíclica Dives in Misericordia – vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia – el más estupendo atributo del Creador y del Redentor – y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de la cual ella es depositaria y dispensadora”. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. La Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres de este amor que llega hasta el perdón y al don de sí. “La arquitrabe que sostiene la vida de la Iglesia – escribe el Papa Francisco en la Bula de con-vocación del Jubileo – es la misericordia, un deseo inagotable de brindar misericordia”.

2. El Año Santo se ofrece como tiempo fuerte para proclamar que la fe de la Iglesia encuentra su síntesis en la misericordia, en la que resplandece la soberanía del amor de Dios (cf. 1Jn 4,8). En la sagrada Escritura “misericordia” es una palabra con múltiples matices: ternura, bondad, compasión, clemencia, perdón, gracia. Sus raíces latinas, misereri y cor-cordis, indican que Dios entra en el corazón de las miserias humanas. El término hebreo rahamîn alude, en cambio, a las entrañas de la madre que se conmueve hasta las lágrimas por el propio hijo (cf. Is 49,15). Dios está siempre listo a inclinarse sobre el pecador y a donarle su perdón: “exceso” de gracia que sobreabunda sobre el pecado (cf. Rm 5,20), manifestación suprema de su incansable fidelidad (hesed) a la Alianza. “Dios tiene compasión de todos, cierra los ojos sobre los pecados de los hombres, esperando su arrepentimiento” (cf. Sab 11,23). Él hace tortuosos sus propios caminos (cf. Mc 1,3) cada vez que quiere dar un paso adelante junto con el hombre pecador. Él va en busca de la oveja extraviada (cf. Mt 18,12-14), agotada por su debilidad “mortal”, a los cruzamientos de los caminos de cada “país lejano” (cf. Lc 15,11-32).

3. “No es inútil, en el contexto del Jubileo, precisar la relación entre justicia y misericordia”. No son dos aspectos en contraste, sino dos dimensiones de una única realidad que alcanza su ápice en la plenitud del amor. En efecto, la misericordia sin justicia, sería hipócrita, mientras que la justicia sin misericordia sería ciega. Ante la visión farisaica de una justicia como mera observancia de la ley, que divide a las personas en justos y pecadores, Jesús enseña la superación de la justicia en el cauce de la misericordia cuando cita al el profeta Oseas: “Vayan y aprendan qué quiere decir: Misericordia quiero y no sacrificios" (Mt 9,12-13; cf. Os 6,6). San Agustín, comentando las palabras de Oseas dice: “Es más fácil que Dios contenga la ira que la misericordia” (Enarrationes in Psalmos 76,11). Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Él no rechaza la justicia: la justicia de Dios es su misericordia concedida a todos como gracia; la justicia de Dios es su perdón que, según Dietrich Bonhoeffer, “no es gracia barata, porque es justificación del pecador, no del pecado”.

4. No hay justicia sin “perdón”, pero “el perdón no reemplaza la justicia y no significa negación del mal, sino participación al amor salvífico y transformador de Dios, que reconcilia y cura”. “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34): el grito de Jesús Crucificado es la señal que muestra hasta dónde puede llegar la justicia misericordiosa de Dios. Él proclama la justicia con fuerza, pero al mismo tiempo cura las heridas con el bálsamo de la misericordia, que no elimina los mandamientos sino que es su la clave hermenéutica (cf. Mt 12,7). “Justicia y misericordia, justicia y caridad – decía Benedetto XVI a los presos de Rebibbia el 18 de diciembre de 2011 – son dos realidades diferentes solamente para nosotros los hombres que distinguimos cuidadosamente un acto justo (aquello que es debido al otro) de un acto de amor (aquello que es donado por bondad). Pero para Dios no es así: en Él justicia y caridad coinciden; no hay una acción justa que no sea también acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea perfectamente justa”. La parábola de los trabajadores con-tratados durante el día en horas diferentes y, no obstante ello, tratados del mismo modo, con un denario (cf. Mt 20,1-16), hace explícita la imprescindible reciprocidad entre misericordia y justicia, que la lex orandi traduce en esta fórmula de intercesión: “Dios grande y misericordioso, surja tu justicia sobre la tierra, y tu pueblo verá una era de hermandad y de paz”.

5. Durante el Jubileo – el Papa Francisco lo recomienda – es necesario redescubrir las obras de misericordia corporales y espirituales, a través de las cuales la fe se traduce en gestos concretos y cotidianos. Tanto unas como otras recuerdan a nuestra conciencia, adormecida ante el drama de la pobreza, que los pobres son los privilegiados de la misericordia divina: “en ellos Dios mendiga nuestra conversión”. Mientras las obras de misericordia corporal “tocan la carne de Cristo en los hermanos necesitados de ser nutridos, vestidos, hospedados, visitados”, las obras de misericordia espirituales – aconsejar, enseñar, amonestar, consolar, perdonar, orar – “tocan más directamente nuestro ser pecadores”. El Card. Giacomo Biffi notó, con sutil ironía, que “la lista de las obras de misericordia corporales y espirituales es de lo más débil en la conciencia común; aparece un poco como algo rudo y brusco, quizás porque nuestra alma se ha hecho más delicada e irritable”.

6. Es inmenso el campo de las obras de misericordia, pero perdonar las ofensas es, sin duda, la más difícil, porque el perdón no tiene que “ser solamente ofrecido”, sino también “acogido”. Y sin embargo, para nadie es sencillo admitir ser deudores: es más fácil declararse a acreedores. Si la peregrinación – icono del camino de la vida y condición de los discípulos de Cristo – es una señal peculiar del Jubileo, la primera peregrinación a cumplir, para obtener misericordia, es hacer misericordia. El Año Santo – sugiere el Papa Francisco – debe ser vivido a la luz de esta palabra de Jesús: “Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc 6,36). San Juan Crisóstomo afirma que “nada nos vuelve tan parecidos a Dios como cuando estamos siempre dispuestos a perdonar”. La fuerza renovadora del perdón desarma el instinto de venganza que se esconde incluso tras el deseo de hacer justicia. El perdón no es un sentimiento, sino una decisión que tiene sus tiempos de maduración y un riguroso protocolo: hacer las paces con las heridas propias y las ajenas; llamar al mal por su nombre; verlo en sí mismos y además fuera; dejarle a Dios el juicio último sobre lo que no se puede aceptar y la solución de lo que al presente es irresoluble; dar a quien se ha equivocado nuevas posibilidades y los instrumentos para cambiar; nutrir la serena confianza de que nada está nunca perdido.

7. “La propuesta del perdón – observaba Juan Pablo II – no es de inmediata comprensión ni de fácil aceptación; siempre comporta a corto plazo una aparente pérdida, mientras que a largo plazo asegura una real ganancia”. La capacidad de acoger el perdón de Dios, que “muestra su bondad hasta mil generaciones” (cf. Ex 20,6; 34,7) depende de la libertad de perdonar “de corazón” a los hermanos “hasta setenta veces siete” (cf. Mt 18,21-35). El perdón de Dios es inmerecido pero no incondicional: está atado a aquella particular “economía” del amor que no calcula sino que dona, no pone hipotecas sino que las borra, no pone condiciones sino que anula todas las deudas. “El perdón contradice las matemáticas, porque la misericordia es más bien una gramática”. El perdón no anula las exigencias de la justicia sino que las cumple, no tolera las injusticias sino que las denuncia (cf. Ef 4,32; Col 3,13): no tiene nada en común con la piedad condescendiente. El perdón no es resignado sino constructivo, no es vil sino manso, presenta la otra mejilla (cf. Mt 5,39) pero de modo razonable, como hace Jesús con el guardia que lo abofetea: “¿Por qué me golpeas?” (cf. Jn 18,22-23).

8. “No se perdona porque se olvida, se olvida porque se perdona”. El perdón no es una exoneración, sino la expresión más alta del don de sí: es un antídoto para el rencor y, por así decir, un integrador de la corrección fraterna. “Amonestar a quién es indisciplinado” (cf. 1Ts 5,14) es una de las obras de misericordia espiritual más descuidada. Corregir no quiere decir humillar a quien se ha alejado de la ver-dad (cf. Sant 5,19-20) sino reprenderlo “con espíritu de dulzura” (cf. Gal 6,1), es decir, con discreción y mansedumbre, con claridad y firmeza, acallando las “sacudidas del orgullo y de la ira”. Es Jesús mismo el que habla de discreción cuando invita a amonestar al hermano en privado; y si esto no fuese suficiente se hará necesario implicar a uno o dos personas. Sólo si la palabra de dos o tres testigos no bastase se tendrá que recurrir a la asamblea (cf. Mt 18,15-18); es obvio que esta última eventualidad tiene valor medicinal así como la gradualidad de la intervención tiene eficacia terapéutica. Además de la discreción, es necesaria la mansedumbre, aquella que mueve Jesús a amonestar a Marta, sea indicándole con claridad la causa de su estado de profunda agitación, como señalándole con firmeza la parte mejor elegida por María (cf. Lc 10,38-42). Hablar “a cara abierta” (cf. Gal 2,11) es una misión profética que puede afrontar solamente quien es libre de la búsqueda de consentimiento.

9. En este Año Santo, entre las prioridades indicadas por el Papa Francisco, se encuentra sobre todo, la de “un renovado ardor pastoral para proponer de modo eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación”. Es necesaria mayor confianza, creatividad y perseverancia en el presentar y celebrar el sacramento de la Penitencia, llevando a cabo todo esfuerzo para enfrentar la crisis del “sentido del pecado”. Existe, en efecto, una especie de “círculo vicioso” entre el ofuscamiento de la experiencia de Dios y la pérdida del “sentido del pecado”, que es la causa principal del declino de la confesión sacra-mental. Esta “extraña permisividad” no es resignación ante la debilidad humana, más bien es adicción al mal. A este venir menos de la práctica de la confesión sacramental ha contribuido, también, el centrar la vida de las parroquias más sobre los eventos que sobre la cotidianidad, olvidando que el sacra-mento de la Penitencia es la prueba más reveladora no sólo de la calidad de vida interior de un sacerdote, sino también del clima espiritual de la comunidad cristiana a él confiada.

10. “Los sacerdotes – escribió Benedicto XVI en la carta de convocación del Año Sacerdotal – no deberían resignarse nunca a ver desiertos sus confesionarios (…). En tiempos del santo Cura de Ars, en Francia, la confesión no era ni más fácil, ni más frecuente que en nuestros días, pues la borrasca revolucionaria había sofocado por mucho tiempo la práctica religiosa. Pero, no obstante todo, él buscó, con la predicación y con el consejo convincente, hacer que sus feligreses redescubriesen el sentido y la belleza de la Penitencia sacramental, enseñándola como una exigencia íntima de la Presencia eucarística. Supo así dar vida a un círculo virtuoso. Con sus largas permanencias en la iglesia ante el sagrario, hizo que los fieles empezaran a imitarlo, acercándose para visitar a Jesús, estando seguros, al mismo tiempo, de encontrar a su párroco disponible para la escucha y el perdón”. Del Cura de Ars, como también de P. Leopoldo Mandić y del P. Pio de Pietrelcina, que han hecho del confesionario su celda, hace falta aprender a reponer al centro de las preocupaciones pastorales el sacramento de la Reconciliación, que ellos han administrado practicando, hasta el agotamiento, el apostolado de la escucha. Se trata de un ministerio que debe ser ejercido siguiendo este protocolo: acoger sin entretener, escuchar sin comentar, intervenir sin interrogar, consolar sin favorecer, juzgar sin condenar, desatar sin desobligar, despedir sin desterrar.

11. Ser confesores no se improvisa - observa el Papa Francisco –. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva”. Los confesores, en la medida en que no descuiden su ser humildes penitentes, sabrán acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo, que le sale al encuentro, lo abraza y le expresa la alegría grande por haberlo reencontrado. “No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón. No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de reconocer que la misericordia del Padre no conoce confines, alcanza a todos sin excluir a nadie”.

12. En el sacramento de la Reconciliación – “segunda mesa de salvación después del Bautismo” – Dios perdona nuestros pecados, y sin embargo queda la huella negativa que estos dejan tanto en las propias conductas como en los pensamientos. “La misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto. Ésta – escribe el Papa Francisco en la Bula Misericordiae vultus – se transforma en indulgencia del Padre que a través de la Esposa de Cristo alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo, consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor antes que recaer en el pecado. La Iglesia vive la comunión de los Santos. Su santidad viene en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es capaz con su oración y su vida de ir al encuentro de la debilidad de algunos con la santidad de otros. Indulgencia es experimentar la santidad de la Iglesia que participa a todos de los beneficios de la redención de Cristo, para que el perdón llegue hasta las extremas consecuencias a las cuales llega el amor de Dios”. Al pedir a Dios el don de la indulgencia, la Liturgia, en su osadía, se atreve a decir: “No te fijes en nuestros pecados, sino en la fe de tu Iglesia”.

13. “La Iglesia nada puede conceder sin Cristo – advierte el beato Isacco della Stella – y Cristo no quiere conceder nada sin la Iglesia”. Ésta es mensajera y testigo de la infinita bondad de Dios, que no se resigna ante el pecado del hombre, y tampoco se rinde ante su infidelidad (cf. 2Tm 2,13). “La afirmación Dios es misericordia significa que Dios tiene un corazón para los pobres. Él – escribe Walter Kasper– no es un Dios, por así decir, desinteresado de la suerte de los hombres, sino que más bien se deja conmover y tocar por la miseria del hombre”. La misericordia divina “viste” de candor al pecador arrepentido, pero no “disfraza” de santidad al pecado. “La medicina de la misericordia – anota Bruno Fuerte – nunca está finalizada a favorecer naufragios, sino siempre y sólo a salvar el barco en medio del mar en tempestad y a dar a los náufragos la acogida, la cura y el apoyo necesario”. “La divina misericordia – puntualiza Gerhard Ludwig Müller– no es dispensa de los mandamientos de Dios y de las enseñanzas de la Iglesia. Es todo lo contrario: Dios, por su infinita misericordia, nos concede la fuerza de la gracia para un pleno cumplimiento de sus mandatos”. Si la misericordia fuese donada sin una respuesta de amor, sin un arrepentimiento sincero, sería una mera “exoneración”.

14. “El arrepentimiento – escribe Romano Guardini – es una de las más potentes formas de expresión de nuestra libertad”. Es la historia de una libertad que se deja seducir por Dios, “misericordioso y pia-doso, lento a la cólera, de gran amor, listo a remediar con respecto al mal” (Gal 2,13). El arrepentimiento, cuando es sincero, seduce a Dios mismo. ¿Y cuándo es que el arrepentimiento es sincero?

- Es sincero el arrepentimiento de quien se fija en la Cruz de Cristo admitiendo que la culpa de los que lo crucificaron no lo absuelve de la responsabilidad de ser su cómplice.

- Es sincero el arrepentimiento de quien renueva las promesas bautismales acercándose al sacramento de la Reconciliación, es decir, vertiendo en el agua del Bautismo las lágrimas de la Penitencia.

- Es sincero el arrepentimiento de quien no se limita a creerse “pecador” de modo tímido y resignado, sino que tiene la humildad de declarar abiertamente: “He pecado”.

- Es sincero el arrepentimiento de quien se aleja de la culpa afrontando el combate contra el espíritu del mal con las “armas de la penitencia”: la limosna, la oración y el ayuno.

- Es sincero el arrepentimiento de quien muestra “frutos dignos” de conversión, descubriendo el ros-tro de Cristo “sobre todo en aquellos con los que Él ha querido identificarse”.

- Es sincero el arrepentimiento de quien liquida con el amor, las deudas de sus deudores, recuperando la capacidad su corazón de “revestirse caridad”.

15. Contemplando con los ojos de la fe al Crucifijo, es posible comprender qué es el pecado, qué trágica es su gravedad y, al mismo tiempo, qué inconmensurable es la gracia del perdón. “Nadie como María ha conocido la profundidad del misterio de la divina misericordia, que se extiende de generación en generación (cf. Lc 1,50). La Madre de Cristo, Crucificado y Resucitado – escribe el Papa Francisco en la Bula de convocación del Jubileo – ha entrado en el Santuario de la misericordia divina porque ha participado íntimamente en el misterio de su amor”. Si Juan ha auscultado el corazón de Jesús en la hora de la traición (cf. Jn 13,25) y Tomás ha podido verlo de cerca después de la Resurrección (cf. Jn 20,27), María se ha acercado por primera al costado abierto de Jesús (cf. Jn 19,34), “manantial inagotable”, mereciendo el título de “acueducto” de la gracia.

16. El icono más luminoso de la “Iglesia en salida misionera” es el corazón abierto de Jesús, del que ha manado “sangre y agua”, símbolos del Bautismo y de la Eucaristía. El mismo Cristo, después de haber dedicado alabanzas al Padre que ama revelarse a los pequeños, ofrece la descripción más pormenorizada de su corazón: “Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Si mansedumbre y humildad son la sístole y diástole del corazón de Cristo, conmoción y com-pasión constituyen los síntomas de la “fibrilación” del corazón de Dios Padre, que “manifiesta su omnipotencia sobre todo con la misericordia y el perdón”. Él mismo lo ha confiado o, más bien, lo ha confesado al pueblo de Israel, “duro de convertirse”: “Mi corazón se conmueve dentro de mí, mis entrañas se estremecen de compasión” (Os 11,8). “Así como es inescrutable la profundidad del misterio que encierra la misericordia de Dios, así también es inagotable la riqueza que proviene de ella”.

17. El pecado de Melancolía es aquel:

- de quien se cansa sin llevar al corazón lo que carga sobre la espalda,

- de quien toma el arado y se vuelve atrás,

- de quien busca los propios intereses y no los de Cristo,

- de quien no se hace modelo del rebaño con ánimo generoso,

- de quien da a todos los demás sin dar nada a sí mismo,

- de quien tiene la ansiedad de extirpar la cizaña antes de la cosecha,

- de quien mide la desproporción entre fatiga y resultados,

- de quien ignora el refrán: uno siembra y otro cosecha,

- de quién no sabe competir en el estimarse recíprocamente,

- de quien olvida que el Fiat está antes que el Magnificat.

 

+ Gualtiero Sigismondi, Obispo de Foligno.

 

 

Gualtiero Sigismondi
04 Marzo 2016
2487 visualizzazioni
Disponibile in
Tag

Link &
Download

Area riservata alla Famiglia Saveriana.
Accedi qui con il tuo nome utente e password per visualizzare e scaricare i file riservati.